La gestión de crisis y emergencias ha llegado a ser una de las características fundamentales que definen, en la actualidad, el marco de la acción gubernamental, así como de la gobernanza en su conjunto. Ante un escenario provocado por una emergencia, la sociedad civil espera que los líderes municipales minimicen el impacto del mismo, mientras que críticos y opositores aprovecharán cualquier error, sea este fortuito o infundado, para culpabilizar a los responsables de sus acciones y políticas llevadas a cabo.
En palabras de Beck, tanto la sociedad del riesgo como sus contradicciones políticas y sociales, no se pueden explicar ni entender en términos de la gestión premoderna de los peligros y amenazas, cobrando en nuestros días una especial significación dichos postulados; máxime cuando ponemos el foco de atención en el ámbito local, al tener ahí trascendentales consecuencias. Bien es cierto que la gestión del riesgo presenta dificultades de análisis, precisión y respuesta. Pero también supone una nueva ventana de oportunidad frente a las amenazas. Para ello resulta sustancial identificar quiénes son y deben de ser los actores responsables para prevenir el riesgo, así como los instrumentos, medios y medidas que se usen para dicha gestión, al provocar el riesgo contradicciones institucionales, asumiendo que el peligro es un «cuasi sujeto» socialmente construido que altera el orden político, económico y social de un modo anacrónico.
Desde una perspectiva pragmática, la experiencia de enfrentar diversos escenarios de crisis y emergencias a nivel local, me lleva a plantear, una vez más, la importancia de delimitar acciones intrasectoriales o transversales para el abordaje de las emergencias desde un marco de acción social multidimensional.
Poniendo el foco de atención en los, cada día más frecuentes, fenómenos meteorológicos adversos como podrían ser fuertes tormentas o copiosas nevadas, por ejemplo, la respuesta municipal debe llevar aparejada la interconexión entre lo que defino como triple R, eso es, la precisa combinación entre recursos (humanos, materiales y económicos), respuesta (anticipativa -predictiva- y reactiva) y resiliencia (capacidad de volver al estado inicial de normalidad en el menor tiempo posible y con los mínimos daños posibles).
Todo ello no solo debe contemplarse en los planes territoriales y sectoriales al efecto, con los que obligatoriamente deben contar las administraciones locales, sino que dada la impredicibilidad de este tipo de emergencias el factor humano, así como su previa preparación y perfeccionamiento -convenientemente protocolarizado-, juega un papel esencial.
De este modo, el marco de acción gubernamental debería estar delimitado, desde un prisma operativo, por lo que Boin considera cinco tareas criticas: proporcionar sentido y comunicar eficazmente -tanto a nivel interno como externo-, adoptar decisiones basadas en la planificación y modulación de la emergencia en cuestión, proporcionar significado y emplear los medios y medidas adecuadas a cada situación, terminación -vuelta al estado inicial o de normalidad-, y aprendizaje mediante la evaluación de acciones, planes y protocolos llevados a cabo en los distintos escenarios provocados por la emergencia en cuestión.
En definitiva, tomando como cierto que la ausencia del riesgo no existe y tampoco podría forzarse su inexistencia, no es menos cierto que la acción gubernamental planificada, protocolarizada y adecuada supondrá respuestas eficientes que permitirán, en gran medida, paliar los efectos y normalizar la situación en un tiempo prudencial y con el menor coste en términos políticos, económicos y sociales.
Carlos Carmona Pérez.
PhD. Experto en dirección pública de la seguridad y en gestión de crisis y emergencias.